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© Luis Felipe Hernández, México,
salvo especificación en contrario.

noviembre 15, 2004

Cosas que hay que vivir para creerlas. El concurso de perros, por ejemplo.

La verdad, antes de la catástrofe, no creí que fuera a aburrirme tanto. Confieso que, para mí, todos los perros caminaban con la misma gracia (o falta de), lucían con el mismo garbo (o falta de), merecían lo mismo aplausos que abucheos. Pero debe ser que en esto soy villamelón. Tanto, que para entretenerme empecé a observar a los dueños de las mascotas, por ver si era cierto que los perros se parecen o mimetizan con su dueño.
Y cierto es, déjenme decirlo. La cara de aquel fortachón de gimnasio estaba impresa en su bull terrier; la de la espigada y lánguida pelirroja, no era distinta de la de su afgano (hembra); aquella señora, tan mofletuda, competía en papada con su boxer; etcétera. Lo del mimetismo entre dueño y canino se cumple. Desde luego recordé aquella película donde los perros peligran porque hay una loca que quiere hacerse un abrigo con sus pieles. Y llegué a interesante conclusión: "En este concurso de canes he descubierto que Cruela DeVil siempre será más cachonda que cualquier dálmata".

Perdón, me aparté del tema central: Hablando de dálmatas, mi vecino también mimetizaba con su can. Pero no, esperen, no digo bien: Mi vecino comenzó a mimetizar mientras desfilaba ante los jueces con su falso perro pintado por él mismo. Cual ataque repentino de viruela, le aparecieron manchas, grandes manchas negras por la cara y brazos primero, por las piernas y demás después (lo atestiguamos todos cuando, desesperado ante el fenómeno, se quitó la ropa en pleno campo, como si quisiera desprenderse de ortigas).
Se armó un revuelo. O si se quiere usar términos apropiados a la situación, un lío de perros. Mientras las señoras se desmayaban al ver a mi vecino desnudo, sus mascotas aprovecharon para relacionarse entre sí, ya copulando rabiosa y furiosamente, ya lanzándose mordiscos y dentelladas, ya jugueteando. Un lío de perros, ya lo dije.

Cuando separaron aquel aquelarre canino, cuando se declaró desierto el primer lugar del certamen, cuando todo el polvo provocado por la catástrofe se disipó, mi vecino ya no estaba.

Regresé a casa a encender la radio y el televisor, por si se diera alguna noticia de lo ocurrido. Y no, me disculpan pero no: no voy a abrir la puerta a ese perro que me siguió desde que salí de ahí, gimiendo. No he siquiera vuelto la vista una sola vez para indagar si tiene manchas o no. No me interesa. Punto.

Luisfey, 4:07 p.m.

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