Para mis queridos, y fieles amigos, que vienen a buscar texto por aquí.
Soy de los que han sido alcanzados por un rayo y logran sobrevivir. Sin quemaduras. Sin taras. O bueno, al menos no evidentes.
En mi caso, confieso abiertamente que, aunque era muy pequeño cuando sucedió, guardo de ello un recuerdo no sólo agradable, sino casi, ejem, orgásmico. Comparable a, si de verdad uno pudiera recordar la experiencia, flotar en el líquido amniótico. Un éxtasis.
No podría, por mucho que me esforzara, aun si en ello empeñase el resto de mi vida, describir lo que se siente mientras, si bien dura sólo nanosegundos, el relámpago ultraja, recorre, disfruta, y finalmente abandona, cada una de las células de nuestro cuerpo. No podría.
Lo que sí puedo, en cambio, es confesar que he empeñado casi treinta y cinco años en tratar de repetir la experiencia... sin éxito.
Eso de que un rayo no cae en el mismo sitio dos veces, me temo que es tan cierto, como que no he dejado de viajar de un lado a otro desde que tuve licencia de manejo por vez primera; de informarme sobre el clima en los pueblos cercanos; de esperar, con ansiedad casi lasciva, la temporada de lluvias; de trasladarme a veces de un estado a otro, de costa a costa incluso, sólo porque he sabido del rumor de una tormenta cotidiana, o todavía mejor, eléctrica.
Los surfers, se dice, vagan por todo el mundo buscando La Ola. Yo, tan sólo un relámpago.
Nada.
Es como haber estado en el paraíso y saberlo perdido.
Es como buscar la ambrosía, de la que se ha probado una gota y con eso tan sólo, se ha tenido para no cejar en el intento por disfrutarla de nuevo.
Es desesperante.
