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© Luis Felipe Hernández, México,
salvo especificación en contrario.

octubre 05, 2005

I:
¿Toda tu tranquilidad depende de un dedal? Merd.
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II:
Resulta que hoy, muy muy temprano, y en medio de una lluvia pertinaz, conduzco a la zona de la ciudad donde trabajo.
El trayecto es hostil para el peatón. Es decir que, si tu auto se descompone, olvídate, pues no encontrarás calle lateral ni transversa en la que puedas aparcarte.
Sí, sí: mi auto comenzó a echar humo.
No un humillo de "Mmh, se vé que la mañana está más fría de lo que pensé"; no.
Tampoco un humete del tipo "Habrá que cambiar algún filtro...".
Más bien, y ese es el drama, el humo que del cofre salía tan copiosa y ostentosamente, era de los que nos hace exclamar, al verlo, "Papa habemus!".
Tóxico, además.
Por supuesto, no teniendo dónde detenerme, decidí llegar hasta mi lugar de trabajo, echando humo por el cofre y también por mi cabeza, además de pestes y mentadas por mi boca.
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III:
Me aparco nada más llegar. Abro el cofre. Sin quemarme los dedos, lo cual es un auténtico milagro, pues soy tan hábil para las cosas mecánicas, como para conseguir la paz mundial y el cese de la hambruna infantil.
Ni idea de qué pueda ser.
Llamo a la agencia que me queda más cerca. Nadie contesta: demasiado temprano para ellos.
Otra agencia. Describo problema. Entre las causas posibles, "Señor, puede ser que la manguera conductora del anticongelante se haya estropeado; ¿su motor es de 1.8 o de 2 litros?"
Pueden preguntarme mi tipo de sangre. Lo conozco. Pueden interrogarme sobre la diferencia entre una minificción, una greguería y un aforismo, y las esclarecería con mucho gusto. Pero lo siento, no sé el tipo de motor que tiene mi auto.
Ésta y otras preguntas en la entrevista telefónica nos llevan a interesantes hallazgos:
a) Sea mi motor de 1.8 o 2 litros, la manguera necesaria es la misma, según catálogo de computadora, manguera que...
b) no hay en inventario en las agencias, sino en una sola de ellas...
c) que está al otro lado del planeta (ni siquiera de la ciudad) y únicamente hay dos en existencia.
El corolario es: Si a otros dos tipos les ocurre hoy lo que a mí, uno de nosostros estará frito.
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IV:
Pero ninguna instalación pueden hacerme hoy y yo no pienso quedarme varado echando humo durante la noche, cuando salga de trabajar.
Entonces alguien (siempre hay ángeles de la guarda, de alguna manera u otra, pero siempre hay) sugiere cierta refaccionaria. En tétrico barrio, uno de los barrios que quedó aislado de la ciudad cuando se construyó la zona lujosa en la que trabajo.
Allá voy. Rogando con fervor: "No queremos humo, no queremos humo, no queremos..."
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V:
Refaccionaria localizada. Sus dueños perciben mi llegada cinco kilómetros antes: soy una bola de humo, un bonzo de cuatro llantas, un remedo del Instituto Cardenalicio del Vaticano.
¿Saben algo? Rezar no funciona.
Echamos agua al depósito del anticongelante y observamos: no es la manguera, sino la rajadura de un dedal, un minúsculo dedal, una especie de tapón, pequeñisimo, de caucho, que cierra el final de aquella y conduce así el líquido a otro tubo que lleva al motor, que a su vez... Quién entiende de esto.
Por ahí escapó todo. Y vino el sobrecalentamiento. Y el humo. Por ese maldito dedal.
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VI:

Anticongelante repuesto, dedal cambiado y pago de mecánico. La cuenta no llega ni a $250 (para quien se pregunte si esto es mucho o poco, son aproximadamente 25 usd). No me la creo.

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VII:
Entonces, mi tranquilidad, destrozada en la mañana, entre volutas envenenantes, desesperación ante lo desconocido (hacia lo mecánico por un lado, y hacia lo económico/financiero por el otro, la alegórica nube de humo no vaticinaba un costo barato de compostura) y la obvia dependencia hacia una máquina como el automóvil, me vuelve al cuerpo.
Regreso a trabajar.
Pero deploro, al infinito, a grado de depresión, que la tranquilidad de uno dependa de un dedal.
Merd.

Luisfey, 2:38 p.m.

octubre 03, 2005

Tercera llamada, tercera: este sábado 8 de octubre, en el Cuore Café, a las 19 horas, Alberto Chimal y yo leeremos cuentos inéditos. Los esperamos.

El señor Colombo, de sombrero de fieltro y monóculo, llevaba en bolsas de papel semillas y migas de pan al parque, se sentaba en su banca favorita, y arrojaba toda la tarde puñados de comida a las palomas, que lo rodeaban cada vez en cantidades mayores.
Una ocasión el señor Colombo terminó con sus existencias alimentarias antes de lo sospechado y las palomas, hambrientas y furiosas, se lanzaron sobre él.

Cuando aquella nube de plumas y picos se desvaneció, literalmente, en el aire, sólo quedó en la banca el viejo sombrero del señor Colombo.
Ah, y también su monóculo.

Luisfey, 7:41 a.m.

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